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Río arriba por el Mekong: Un viaje a través de Laos

Zdeněk e Iva, conocidos como Furt Pryč (“Siempre Lejos”), son una pareja checa de ciclistas y aventureros que adoran meter su vida en alforjas y aventurarse en largos viajes. Lo que comenzó como una simple idea durante los años del coronavirus —probar un viaje de bikepacking y ver hasta dónde podían llegar desde Europa hacia Asia— acabó convirtiéndose en una vuelta al mundo. Esta es su historia de otra aventura más por el Lejano Oriente.

Dos años después de regresar de nuestro viaje en bicicleta de 16 meses alrededor del mundo, volvimos a empaquetar el apartamento y marxar. Esta vez, sin embargo, tomamos la aventura como un experimento: ¿podríamos combinar el ciclismo de larga distancia por Camboya, Laos y Tailandia con el trabajo remoto?

No os preocupéis: esta historia no trata de portátiles ni de Wi-Fi. Trata de lo que vivimos en Laos, un país en el que recorrimos 1.700 kilómetros y ascendimos 13.700 metros, del que los viajeros rara vez oyen hablar antes de llegar. Y aunque lo hicieran, probablemente no lo creerían. Porque en Laos, todo funciona distinto. Como nos dijo una noche un expatriado belga:“He vivido aquí 15 años. Pensaréis que ya estoy acostumbrado, pero aún hoy, cada día, algo me sorprende.”

Algo podemos decir de entrada: Laos no se parece a ningún otro lugar, y elegirlo como destino ciclista fue una de las mejores ideas que hemos tomado.

Nochebuena en la frontera

“No puede cobrarnos eso, no tiene derecho”, le decimos con firmeza al agente fronterizo. Ya hemos pagado cuarenta dólares por las visas. Nos exige otros dos por un sello. Básicamente, un soborno.

Es 24 de diciembre y estamos en Nong Nok Khiene, cruzando de Camboya a Laos. Los oficiales se niegan a devolvernos los pasaportes hasta que paguemos. No podemos combatir su autoridad. Y, sinceramente, no queremos pasar la Nochebuena peleando una batalla perdida. Cedemos antes de lo que nos gustaría.

“Bienvenidos a Laos.” No es precisamente el recibimiento que esperábamos. Si así va a ser en todas partes, pensamos con pesimismo, nos espera un duro camino.

Pedaleamos hacia las famosas “4.000 islas” del Mekong. Nuestro destino es Don Som, donde hay una sola casa de huéspedes, ningún restaurante y apenas un puñado de turistas. Los caminos de tierra estrechos están llenos de baches. Todo es tranquilo, rústico,perfecto. Pero antes tenemos que encontrar el ferry.

Tras una hora deambulando hambrientos y exhaustos, después de haber pedaleado ya 90 kilómetros, estamos desesperados. Cada local nos señala en una dirección distinta. Finalmente, por pura suerte, nos topamos con la mujer que regenta el pequeño hotel de la isla. Ella nos guía de regreso al punto de partida. Al parecer, si simplemente hubiéramos esperado lo suficiente, el bote habría llegado. Así es Laos: sin horarios, sin estructura. El lema nacional podría ser “bon pen jan”—algo así como “Está bien, ya saldrá”.

Finalmente cruzamos el majestuoso Mekong y conocemos a nuestro anfitrión, un holandés llamado Sander que se mudó aquí hace veinte años, se enamoró, se casó y abrió el único alojamiento de la isla. Lo lleva de maravilla. Nos instalamos a tiempor para vivir una Navidad de descanso, lectura y reflexión.

Rumbo a las tierras altas

Tras los días festivos, avanzamos hacia el norte, rumbo a la meseta de Bolaven, a unos 300 kilómetros. Volver al continente es una odisea: ferry–puente–ferry, con una confusión constante sobre dónde atracan las barcas. Las orillas arenosas y empinadas del Mekong son duras. Los locales empujan motos pesadas y cargadas como si nada. Nosotros apenas podemos arrastrar las bicicletas.

El trayecto por la meseta comienza con una subida larga y suave de 40 kilómetros. En lo alto, paramos en una fábrica de té. El guía no habla inglés y nuestros gestos no sirven—algo que nunca nos había pasado en los treinta países recorridos. Aun así, probamos el té, admiramos los arbustos y pasamos al café. Allí nos unimos a dos europeos en una visita a una granja familiar. El guía habla inglés fluido y conoce cada detalle sobre cultivo, cosecha y tueste. Es un momento memorable.

Esa tarde, intentamos batir el atardecer para llegar a un sitio de acampada junto a una cascada. Mientras preparamos la tienda de campaña, la vista nos deja sin aliento: una expuesta planicie sobre cascadas, con un silencio tan profundo que ni la selva parece respirar. Dos niños locales aparecen a hacerse selfies y a reírse del tamaño de nuestro cassette trasero. En Laos, la gente ríe constantemente—a veces con nosotros, a veces de nosotros. El ambiente siempre es alegre.

Al día siguiente, disfrutamos de un descenso glorioso de 30 kilómetros hasta Sekong, pasando por campos de tapioca que huelen vagamente a aguardiente de ciruela. Los locales saludan con entusiasmo. Se dice que esta es una de las regiones más pobres del sudeste asiático, y se nota. Las casas apenas son chozas tambaleantes sobre pilotes. Y aun así, un chico en una scooter oxidada se acerca y nos da a cada uno una botella de agua, sin pedir nada. Generosidad en medio de la dureza: eso es Laos en pocas palabras.

La desafiante Carretera 23

En Año Nuevo intentamos recorrer la Carretera 23, un “camino” de 200 kilómetros que solía ser parte de la famosa ruta Ho Chi Minh. Los bombarderos estadounidenses la destruyeron durante la guerra de Vietnam y nunca fue reparada. En internet, los motociclistas debaten si es transitable incluso en motos de enduro. Para ciclistas, es una apuesta arriesgada. Calculamos dos días. Sabíamos que nos arrepentiríamos. Pero no pudimos resistirnos.

Al principio parece manejable: gravel compacta, ancho decente. Pero pronto se convierte en brutales cuestas arenosas, puentes de madera podrida y polvo interminable. Hay muchas aldeas, eso sí, y cada una estalla en coros de “¡sabai dee!” que gritan los niños. Es como pedalear siendo Los Beatles de gira, pero entre nubes sofocantes de polvo naranja.

La primera noche acampamos ocultos tras un tronco caído. Escorpiones pasan mientras nos quitamos la arena. El segundo día es peor: arroyos que franquear, lodo que atravesar, curvas engañosas. A mediodía, nuestra velocidad media es de diez kilómetros por hora.

Finalmente damos con un pueblo antes de cruzar el río Tad Hai. El ferry no está donde dicen los mapas. Tras mucho vagar por matorrales, vemos una balsa transportando un camión. Los barqueros piden una tarifa abusiva, pero estamos demasiado agotados para discutir. Pagamos y les agradecemos en silencio por salvarnos de un desvío eterno.

Los últimos 35 kilómetros hasta Phin casi nos rompen. Los cráteres parecen carretera. Cuando al fin encontramos un restaurante, el cocinero se desconcierta ante nuestra petición de comida vegetariana, pero nos sirve arroz frito con huevo encima. Perfecto. Acampamos más allá del pueblo, solo para descubrir al amanecer un gran escorpión entre las capas de la tienda. Por suerte, no se le ve muy activo.

Una vez más, Laos nos mantiene alerta.

Con el depósito vacío

Cuando llegamos a Savannakhet, estoy destrozada. Semanas lidiando con la cocina camboyana—tarántulas fritas, serpientes asadas, carnes grasientas con piel y cartílago—me dejaron desnutrida. La Carretera 23 fue la gota que colmó el vaso. Aun así pedaleo otros 120 kilómetros hasta Thakhek, pero me siento vacía. Cancelamos los planes de acampar y nos alojamos en un hotel tres días para recuperarme.

Cuando al fin comienzo amejorar, Zdeněk cae enfermo. Una mala comida en la ruta de Thakhek lo tumba: vómitos, fiebre, sin poder comer. Y por delante nos esperan algunas de las montañas más duras de Laos. Durante días pedalea alimentándose solo de Pepsi, empujando con determinación rampas del 19%. Las noches son gélidas—a veces 4 °C. Los locales se refugian en torno a hogueras, envueltos en mantas, y se sorprenden cuando les decimos que los inviernos europeos bajan de -10 °C.

Una subida nos toma casi dos horas para cubrir 22 kilómetros de curvas sin fin. En la cima, Zdeněk está pálido como un fantasma, temblando y apenas aguantándose de pie. Yo paso a ser la cuidadora. Los roles se invierten, pero la pareja resiste.

Bombas y campos vacíos

Cuanto más avanzamos hacia el norte, más presente se hace la sombra de la guerra. Cerca de Phonsavan se encuentra la Llanura de las Jarras—antiguas urnas de piedra dispersas por los campos. Muchos sitios están cerrados porque la tierra sigue plagada de artefactos sin explotar (UXO). Durante la guerra de Vietnam, los bombarderos estadounidenses lanzaron más municiones sobre Laos que sobre Alemania y Japón juntos, de las cuales un tercio nunca explotó. Décadas después, los campesinos siguen arriesgando la vida con cada arado.

En el centro de visitantes de MAG ​​(Mines Advisory Group) en Phonsavan, aprendemos la magnitud de los acontecimientos: 20.000 laosianos han muerto desde que acabó la guerra, muchos de ellos niños que confundieron bombas de racimo con juguetes. Sabíamos del problema antes de venir, pero la realidad es sobrecogedora. Ver a los equipos de MAG trabajando al borde de la carretera lo hace aún más real.

La carretera de la que todos nos advirtieron

De Phonsavan a Luang Prabang hay “solo” 270 kilómetros con 5.500 metros de desnivel. Todos los locales nos advierten: “no lo intenten, la carretera es terrible.” Una mujer dice que su autobús tardó once horas. De todas formas nosotros lo intentamos.

Al principio, asfalto. Luego desaparece, sustituido por polvo fino y sofocante, piedras y baches gigantes. Los camiones avanzan a paso de tortuga, levantando nubes naranjas visibles a kilómetros. La carretera parece desvanecerse, reaparecer, y volver a desaparecer. Durante siete horas avanzamos con los pulmones cubiertos de polvo. Las montañas alrededor son espectaculares—picos verdes apilados hasta el horizonte—pero la belleza compite con la miseria.

A mitad de camino, encontramos alojamiento en una pensión donde hasta las mantas están mohosas. Zdeněk tiembla con fiebre toda la noche. A la mañana siguiente, la carretera empeora. Dos horas, 28 kilómetros. Finalmente, un largo descenso. Paramos en una tiendita al borde del camino por bebidas frías y observamos la vida diaria: un hombre tejiendo cestas, otro arreglando una moto, una mujer machacando especias en un mortero. En Laos, la vida se vive al aire libre. Incluso el baño ocurre junto a la carretera. Todo, eso sí, cubierto de polvo.

Cuando llegamos a Luang Prabang, estamos rotos—cubiertos de polvo, sal y hambre. Planeábamos quedarnos dos noches, pero nos quedamos una semana. Aun así, Zdeněk no logra recuperarse del todo.

El final del viaje

Tomamos una decisión: no más bicicleta en Laos. La capital, Vientián, quedará para otra ocasión. En su lugar, subimos a una lenta barca que remonta el Mekong hacia la frontera tailandesa. Tardará dos días. Dos días para dejarnos llevar por el río y prepararnos para lo que venga después.

Laos nos puso a prueba más que casi cualquier otro país por el que hemos pedaleado. Exigió paciencia, resistencia y sentido del humor ante cosas que nunca salen como se planean. Pero también nos ofreció generosidad, risas, belleza pura y recordatorios de su pasado y las cicatrices que ha dejado.

Como ciclistas, no podríamos haber elegido mejor. Laos es exasperante. Laos es mágico. Y realmente, Laos solo hay uno.

Texto: Furt Pryč
Fotos: Furt Pryč