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Rampa: Gravel en la región andina de Colombia

El pasado marzo, Jonas Jungblut comprobó de primera mano si hay gravel en Colombia o si es demasiado accidentado para ser considerado como tal. Junto con otros seis ciclistas, tres de EE.UU. como él y tres locales, hizo frente a la región andina del país durante cinco días. A través de esta historia, Jonas narra los retos al hacer bici en autosuficiencia lejos de casa, la dinámica del grupo, y las emociones vividas al superar barreras físicas y mentales.

Son las 21:00 y arrastramos las cajas que contienen nuestras bicicletas por el suelo del aeropuerto de Bucaramanga. Para nuestra alegría, se ven intactas, teniendo en cuenta que acaban de pasar por cuatro vuelos distintos: de California a Texas, a Ciudad de Panamá y ahora a Colombia. Parece un buen comienzo. Al fin y al cabo, son de cartón.

Nuestro primer obstáculo llega minutos después y nos sirve para adaptarnos a viajar por Sudamérica. Nuestro vehículo es extremadamente pequeño, y después de unos 30 minutos de debate, deshaciéndonos de las cajas y metiendo de cualquier manera las bicicletas desmontadas y a nosotros mismos en dicho vehículo, conseguimos partir, pero poco después paramos de nuevo cuando una de las ruedas delanteras se rompió. Me dejo llevar, y entro en modo zen.

Estamos a punto de embarcarnos en un viaje épico, autosuficiente, de gravel bikepacking desde Barrichara hasta, casi, Bogotá. Colombia tiene una rica historia ciclista, ahora se considera bastante segura y ofrece rutas increíblemente hermosas. Cruzaremos la región andina, conocida por sus cordilleras. Nuestra ruta nos aleja de las carreteras principales y está llena de “rampas”, un concepto que aprenderé a adorar y a temer a la vez durante la siguiente semana.

Hace mucho calor en Barichara, con temperaturas superiores a los 32 °C. Mientras esperamos a que se unan tres colombianos, no paramos de recibir mensajes de texto sobre la ruta prevista para el primer día. 138 kilómetros. 4.000 metros de desnivel. Veo estas cifras y me invade una sensación de preocupación. Se suma a las preocupaciones generales que conlleva estar en un país extranjero, no hablar el idioma y embarcarse en una travesía campo a través donde probablemente la ambulancia sea un cavallo.

Pero son las 10 de la mañana y los colombianos siguen sin aparecer. El modo zen está completamente activado, y empiezo a darme cuenta de que no habrá tiempo de hacer lo planificado. Cuando por fin arrancamos, tras varias paradas en la plaza del pueblo para tomar café, croissants, agua y la tienda de bicicletas, dos de los colombianos se alejan en otra dirección, y a los 5 minutos de haber empezado a roder, volvemos a estar de pie al borde de la carretera esperando a que den la vuelta y vuelvan. Los gringos rápidamente establecen algunas reglas.

Regla n.°1: Seguir a Mario. Es colombiano, pero vive con nosotros los gringos en California, y es el organizador del viaje. Él es el más enterado y hay que seguirlo de cerca.

Regla n.°4: Esperar en la sombra.

No recuerdo las reglas n.°2 y n.°3; puede que nunca existieran. Sin embargo, ir de la n.°1 a la n.°4 se ajusta a la logística general.

Después de descender al valle y encontrarnos con el río Suárez, pasamos un rato en un camino de gravel bien mantenido a 47 grados. Llevo poco menos de dos litros y medio de agua y un filtro por si acaso. Es el primer día de ruta y no tengo ni idea de con qué frecuencia podré reponer líquidos. Hace un calor infernal, y lo último que quiero es sufrir una insolación el primer día. Así que bebo más de lo que creo que debería, pero menos de lo que quiero. Mario me ha contado que hay pequeños puestos y tiendas a los lados de la carretera por todas partes por aquí, y tenía razón.

Seguidamente, el camino desaparece. Simplemente termina en un acantilado escarpado que cae entre 9 y 12 metros sobre el río Suárez. A la derecha, el río abajo, y a la izquierda, una valla y una espesa vegetación. Modo zen. Confía en los colombianos. En cuestión de minutos, alguien atraviesa la valla, encuentra un pequeño sendero y, 10 minutos después, estamos al otro lado de la grieta, con una sonrisa en la cara.

Esta forma de hacer frente a los obstáculos domina los siguientes días. Los colombianos tienen un club ciclista llamado “Sin Ruta”, lo progresivamente tiene más sentido para mí. Cada vez que nos detenemos en una bifurcación, discuten sobre la ruta. Regla n.°4. Uno se aleja en una dirección que nadie más cree correcta. Regla n.°1. Y así seguimos adelante, alguien grita «¡Rampa!» y el pequeño pelotón se estira. Nos encontramos en la cima, tomamos algunas fotos y continuamos bajando por la selva.

A pesar de estas constantes discusiones sobre la ruta, llegamos a nuestro casi todos los días, y me sorprende gratamente lo agradables que son en los pequeños hoteles donde pasamos las noches. Si bien este viaje es autosuficiente, no tenemos que llevar grandes cantidades de comida ni equipo para dormir. Nos abastecemos de “bocadillos”; una pasta de guayaba muy dulce y gelatinosa envuelta en hojas de bijao. Los complementamos con obleas y galletas, y cualquier cosa que encontremos que sea fácil de llevar.

Los bocadillos son geniales porque están llenos de energía, y podemos tirar el envoltorio, ya que es una hoja. En el pueblo de Chima, nos volvemos tan locos con los bocadillos que en la pequeña tienda que sorprendentemente tiene todo lo que uno podría desear o necesitar, se ríen y corren la voz. La gente entra y ve a unos locos comprando 30 bocadillos. Una vez consumidos, colectivamente decidimos no comer más.

Llevar cantidades excesivas de pasta de guayaba y cargar la bicicleta resulta innecesario de todos modos. No vamos tan rápido, y siempre hay algún lugar para comer y tomar una cafetería por el camino. Y para dormir, los hoteles son básicos pero muy agradables. Limpios, con encanto, y nos lavan la ropa. Siempre hay una manguera para regar las bicicletas y, en general, agua tibia para ducharnos.

En el pueblo de Contratación, disfrutamos de una comida increíble. Después, Mario y yo esperamos a la sombra de un edificio a que los demás encuentren café, y él me cuenta que este pueblo fue escenario de una gran batalla en la guerra contra los rebeldes. Hasta el punto de que quedó casi completamente destruido y todos los habitantes tuvieron que huir. No lo había pensado, pero me doy cuenta de que 10 o 15 años antes, este viaje no habría sido posible. Meses después, de vuelta en California, Mario me confesaría que le preocupaba un poco ser secuestrado por los rebeldes. Me alegré de que se guardara esa preocupación para sí mismo…

Tras una corta subida desde Contratación, descendemos por lo que resulta ser el descenso de tierra más largo del viaje. Es empinado y lleno de piedras sueltas de todos los tamaños, desde pelotas de golf hasta del tamaño de un puño o incluso más grandes. No es un lugar donde uno se quiera hacer daño, dado que estamos lejos de cualquier tipo de atención médica. Tengo calambres en las manos, me duelen las piernas. no lo disfruto, pese que a mí me gusta bajar. Es entretenido ver cómo todos se quejan y lo felices que estamos al llegar abajo y detenernos en un puente.

A los pocos minutos, aparecen dos señores a caballo y conversan con los colombianos. No entiendo nada, pero hay una tensión extraña y el tono de voz sube. Finalmente, se marchan, y me dicen les avían avisado por algún tipo de crueldad animal en la zona. Curiosamente, le preocupaba que nosotros estuviéramos tomando fotos, pero aun así me dejó hacerle un retrato en su caballo.

En la mañana del tercer día, el modo zen se tomó un descanso oficial y decidió eliminar el desayuno elaborado y el segundo café del día. Se introduce un programa más estricto que, en teoría, nos obliga a subirnos a las bicis a las 8 en punto para poder pasar más tiempo en el sillín en lugar de tomar café y discutir sobre la ruta.

Los desafíos clásicos de un grupo de siete personas surgen, y se implementan medidas democráticas para mantener a todos contentos. También hemos incorporado un nuevo miembro, el perro de la plaza del pueblo, que nos acompaña durante más de 10 kilómetros. Para nuestra diversión y confusión, la conversación de la mañana es hasta dónde llegará el perro antes de darse la vuelta.

Hay una parada junto a un río y luego otra en la Cascada de los Caballeros, una hermosa cascada con un sendero que sube por el acantilado, pasa por detrás de la cascada y desemboca en el río que alimenta las cataratas. Subimos por detrás del agua que cae y nadamos en el río, algo simplemente precioso.

Al pie de la cascada, donde guardamos las bicis, una mujer nos hace de anfitriona con bebidas y charla. Al irnos, me doy cuenta de que su cocina está en una estructura separada al otro lado de la carretera. Es una pequeña estructura semicerrada de ladrillo y hormigón con techo de metal y una chimenea de leña que hace las veces de estufa. Parece que se va a derrumbar en cualquier momento. La miro, pensando en las cocinas que tenemos en Estados Unidos, y me hace pensar.

Más tarde ese mismo día, nos encontramos con la madre de todas las “rampas”. Observo cómo el número que indica la pendiente en mi GPS pasa de los dos dígitos y miro hacia adelante para calcular cuánto tiempo tendré que sufrir. El camino es muy sinuoso, y estoy seguro de que se nivelará después de la próxima curva. No es así. El pequeño número en mi ciclocomputador ahora marca más del 20%, y la ruta en el Wahoo es completamente negra; alejar la vista no ayuda. Empiezo a cuestionarme cuánto tiempo puedo subir esta rampa con la pendiente dada y en mis circunstancias.

De nuevo, miro hacia arriba y la pendiente se estabiliza tras la siguiente curva. No lo hace. Lo que sí hace es aumentar la pendiente. En un momento dado, mi GPS marca una pendiente cuestionable del 34%. Llego a un punto en el que no puedo más y tengo que empujar a pie unos doscientos metros antes de que el ego me gane y me obligue a volver a la subirme. En tres kilómetros, ascendemos casi 500 metros de desnivel.

En la última rampa del día, paramos en una planta de procesamiento de caña de azúcar. Es una pequeña explotación, semicerrada. Observamos cómo la sustancia viscosa fluye por varios contenedores metálicos hasta que se seca en forma de pequeños ladrillos y se envasa en cajas de cartón. Jóvenes y hombres curtidos nos observan con curiosidad, trabajando o mirando sus teléfonos. La luz del sol se cuela por las grietas de la lona que cubre la zona y se refleja en el vapor, creando una escena dramática y hermosa.

Al salir, un adolescente en su bicicleta de montaña se sube a la rueda trasera de Mark, quien, junto a Ricky, es el ciclista más fuerte del grupo. Arrancan. Cuando por fin los alcanzamos, nos esperan al lado de la carretera, charlando. Resulta que el chico se aferró a la rueda trasera de Mark durante toda la subida y, aunque claramente se esforzó demasiado, no se detuvo. Incluso intentó algunos ataques aquí y allá. Esto es Colombia.

Mientras atravesaba un largo valle agrícola camino a Ubaté el cuarto día, me di cuenta de algo. Cada día, tengo la suerte de tener un momento de absoluta felicidad. Esa sensación de que todo es simplemente perfecto. ¡Nirvana! Rodando, el cuerpo se siente genial, la bicicleta se siente genial, la carretera se siente genial, la luz es perfecta, el paisaje es impresionante, y hay una ausencia total de sentimientos negativos. Felicidad absoluta. Y reconozco que he tenido uno de estos momentos cada día desde que salimos de Barichara. Reconocerlo y asimilarlo me llena de poder. Todo ello provocado por el desafío, la aventura y los obstáculos superados.

Dos días después, me doy cuenta de algo. Subo otra rampa, esta vez no tan brutal, y me invade un sentimiento de orgullo. Nunca me había sentido así.

Comprometerme con este viaje me trajo muchos miedos y una gran carga mental. Durante meses, dudé si quería hacerlo. Una vez que lo hice, otros miedos me invadieron. ¿Era Colombia realmente seguro? ¿Estaba en forma? ¿Cómo encontraría una nueva caja para la bici antes de partir? Una lista interminable y ansiosa de obstáculos logísticos y mentales. Sin embargo, ahí estaba, prácticamente al final del viaje, y lo había logrado. No me había dejado vencer por los miedos; había superado todos los obstáculos que se me presentaron. Me sentí bien. Confiar en tus habilidades y cosechar los frutos siempre es reconfortante. Además, el estado zen me ayudó.

Ricky, el más pequeño del grupo, nos guía a Mario, Mark y a mí por una rampa que nos hace sacudir la cabeza y apretar los dientes. Va en una bicicleta de montaña, lo cual, considerando todo el recorrido, es impresionante, pero en este caso, la herramienta perfecta. Las bicicletas de gravel no son rival para este atajo.

Nos llueve por primera vez, aunque sea un chaparrón breve y ligero. La lluvia nos preocupaba antes del viaje, dado que rodábamos sobre tierra no teníamos demasiada ropa impermeable, pero resultó no ser necesaria, y esta llovizna era casi bienvenida.

Al anochecer, llegamos a Villa de Leyva y su enorme plaza. Dada la gran cantidad de vidrios rotos entre los adoquines, resultó ser una decisión cuestionable, pero por suerte no hubo pinchazos. Villa de Leyva fue una de las inspiraciones de Mario para organizar este viaje. Había pasado tiempo aquí en su juventud y estaba recordando buenos momentos. Nos aseamos en un hermoso hotel y cenamos cerca de la plaza.

Consideré varias opciones de zapatos para usar en los ratos sin bicicleta durante el viaje. El tamaño y el peso eran factores importantes, sabiendo que tenía que llevarlos en la bicicleta. Al mismo tiempo, no quería tomar un vuelo internacional en Havaianas. Al final, me decidí por los Crocs desgastados de mi hijo. Eran la opción más ligera después de las chanclas, se podían mojar y eran fáciles de sujetar a la bolsa del sillín. Aunque no están a la moda, son muy cómodos, pero bueno, nada más que yo llevara a la moda. Caminando hacia la cena en Villa de Leyva, me sentía un poco cohibido con esos Crocs.

Al salir de Villa de Leyva el día siguiente, tenemos que recorrer una carretera en buen estado durante poco más de 32 kilómetros, y aunque es agradable en su mayor parte, hay un tramo de 5-6 kilómetros, subiendo fuera del valle, donde no hay arcén y el tráfico es denso. Estoy solo, empapado en humo de diésel. Los camiones pasan a toda velocidad a pocos metros de mí. Probablemente sea la vez más incómodo que he estado en bici en mucho tiempo. Salir de ese camino, salir del tráfico y entrar en un camino de gravel me libera del dolor.

Nos persiguen perros que salen disparados de las entradas mientras pasamos, sobre todo Mark por alguna razón, y los colombianos no paran de discutir sobre la ruta. En poco tiempo, estamos a 3,000 metros de altitud.

Estoy rodeado de exuberantes prados verdes, helechos y árboles altos. Es casi selvático. Ni un ser vivo a la vista. Es desconcertante y bienvenido a la vez.

Este es mi último día completo de ruta. Tengo un vuelo más temprano que los demás. Nuestro destino ese día es Fuga, un increíble lugar de glamping en Neusa, un poco al norte de Bogotá. Después de ese horrible tramo de carretera, con tráfico y humo, dos colombianos deciden tomar un café en Tausa, el pueblo antes del tramo final a Neusa. Los demás observamos el cielo que se oscurece y la hora del día, y nos largamos de allí. Resulta ser una decisión acertada.

En el último tramo del camino de tierra junto al lago en Neusa, oscurece, y el viento comienza a soplar con fuerza. Un clima bastante intimidante, a punto de desatar una tormenta. Avanzamos rápido a pesar de tener más de 96 kilómetros y 2,000 metros de ascenso en las piernas. No quiero que me pille esta tormenta en un camino de tierra con estas condiciones.

A los cinco minutos de llegar a Fuga, el cielo se desató y llovió a cántaros. Combinado con la oscuridad, los relámpagos y estar a más de 3.000 metros de altitud, me da pena por esos dos pobres que se quedaron ahí fuera, en el barro, intentando ponerse a salvo. Una de esas veces en las que no entrar en modo zen fue una buena decisión.

Una vez reunidos, disfrutamos de una cena fantástica en el moderno comedor de Fuga, y es el lugar perfecto para terminar el viaje.

Me despierto a la mañana siguiente junto a una ventana que abarca todo el largo de mi cama y ofrece una vista del lago y las sierras a lo lejos. Es hermoso. Desde Fuga, bajo solo a Zipaquirá, donde me espera una caja donde guardar la bici. Paso la tarde cargando la bici y relajándome. A la mañana siguiente, temprano, me siento en un café junto a la plaza del pueblo, tomando un capuccino y un croissant de chocolate mientras pasa un grupo de ciclistas. Llevo mi gorra empapada de sudor e intercambiamos un breve saludo.

La historia de Jonas se convierte en la primera contribución externa en nuestra web, y tu futura aventura en bicicleta podría ser la siguiente. Simplemente ponte en contacto con nosotros y únete a la comunidad.