En el sureste de España se encuentra una zona que se ha hecho muy conocida en la comunidad gravel por sus particulares paisajes: el desierto de Gorafe y sus barrancos. Sin embargo, lo que no es tan popular es que a pocos kilómetros se encuentra uno de los bosques más vastos de la península, así como la mayor altiplanicie de España, un páramo de casi 10.000 hectáreas y unos 1.700 metros de altitud media. Tres paisajes singulares que se encuentran a pocas horas de nuestro hogar y que nos proponemos enlazar en nuestras bicicletas de gravel a través de carreteras secundarias, pistas y algún sendero, en una ruta circular de 300 kilómetros llena de contrastes difíciles de encontrar en otro lugar.
Empezábamos nuestra aventura en Castril, un pequeño pueblo situado al norte de la provincia de Granada. Está bordeado por el río del mismo nombre que tiene su nacimiento unos kilómetros más arriba, en las montañas. Desde sus estrechas y empinadas calles fuimos descendiendo sin poder soltar los frenos hasta llegar al cauce del río y, desde allí, seguimos el curso de sus aguas en dirección sur.
Rodamos por pistas de terreno arcilloso en el que las lluvias de días atrás habían dejado algunas zonas con barro considerable. Tanto que, en apenas diez kilómetros, nuestras bicis ya aparentaban llevar varios días de bikepacking.
Con el río siempre a nuestra derecha y cruzando antes alguna pequeña aldea sin servicios, llegábamos a Cortes Baza, donde, con la mañana ya avanzada y el sol por fin calentando un poco, paramos a tomar un almuerzo en uno de sus bares.
Tras intercambiar algunas bromas con la gente local, curiosos de ver nuestras bicis cargadas de bolsas y nuestra cámara, compramos algo de comida para llevar en nuestra mochila y seguimos nuestro camino.
Las badlands
Dejado atrás el río Castril, nos adentrábamos en el Geoparque de Granada en dirección a Baza. La antigua vía de tren convertida ahora en una perfecta pista de grava nos permitía rodar rápido y sacar rendimiento a nuestras bicis de gravel. Durante este recorrido por la Vía Verde y caminos de campos de cultivos, mantuvimos a nuestra derecha el imponente Cerro de Jabalcón, al que fuimos rodeando hasta cambiar el rumbo de nuestro viaje hacia el norte buscando el pueblo de Gorafe.
Varios cruces de caminos y alguna rambla después, llegamos a la carretera que nos conduce al mítico pueblo de Gorafe. Con una arquitectura muy característica de la zona, el municipio ha visto crecer su popularidad en los últimos años gracias a Badlands, la prueba de ultradistancia por excelencia del país, siendo Gorafe uno de los puntos estratégicos y de abastecimiento de la prueba. Ya entrado el mediodía, nos adentrábamos en sus calles y nos serviría de excusa para descansar, comer algo y comprar algunos alimentos para cenar, antes de adentrarnos en el desierto.
Cuando nos acercábamos a nuestras bicis para reanudar la marcha, vimos cómo una de las ruedas había perdido presión por un pinchazo. Al vernos, la mujer que nos había atendido en el bar nos habló de un amigo que, aunque se dedicaba principalmente a motos, también tenía los básicos para reparar bicis. Nos acercamos y pudimos reparar nuestro pinchazo. Aprovechamos para añadir algo más de líquido tubeless y comprar una segunda cámara de repuesto, por lo que pudiera pasar en el desierto.
Salimos de Gorafe por una exigente pista de cemento rallado que ya nos hizo ver que nos estábamos adentrando en una de las partes más duras de nuestro viaje, el Desierto de Gorafe. Estuvimos rodando por pistas en buen estado, con constantes subidas y bajadas, hasta llegar al mirador de “Los Coloraos”. Las vistas a sus impresionantes barrancos de tierra roja esculpidos por las escasas pero torrenciales lluvias características de esta zona nos hicieron parar y evadirnos por un momento del calor que hacía.
Desde allí, descendimos hasta alcanzar un tramo de rambla que, a pesar de algunas secciones con bancos de arena, pudimos realizar perfectamente sin necesidad de bajarnos de la bici. Tras ese segmento, encadenamos varias pistas bordeando campos agrícolas hasta que llegamos a Cortijo Nuevo, una pequeña aldea con casas de pastores y agricultores que era nuestra última parada del día.
En Cortijo Nuevo necesitábamos recargar nuestros bidones de agua, pero en vista del paisaje desértico enseguida supimos que no iba a ser una tarea fácil. Encontramos a un pastor con su rebaño y nos acercamos para preguntar sobre la existencia de alguna fuente. Nos dijo que no nos recomendaba beber agua de los grifos que encontraríamos fuera de las casas, pero que sus vecinos estarían encantados de darnos agua. Así fue como llegamos a la casa de Antonio y su mujer, un matrimonio madrileño que tiene allí, en pleno desierto, su vía de escape para conectar con un ritmo de vida tranquilo que difícilmente encuentran en la capital. Y lo que para ellos solo era el patio de su casa, para nosotros se convirtió en un auténtico oasis.
Con los bidones llenos de agua y tras charlar un rato con el amable matrimonio, decidimos continuar hasta llegar al refugio Cañada de los Mojones, donde con vistas al atardecer y a la Sierra de Cazorla pudimos relajarnos, cenar y prepararnos para pasar la noche.
Los bosques
Con las primeras luces de la mañana nos pusimos en pie, preparamos de nuevo nuestras bicis y salimos en dirección norte hacia la Sierra de Cazorla. Tras un descenso por una pista forestal en muy buen estado llegamos a un río tras el cual llegaba el primer reto del día: una subida de apenas un kilómetro por una pista de cemento rallado con pendientes de hasta el 24%. Desde allí, conectamos con la carretera de Pozo Alcón, pueblo que sería nuestra puerta de entrada a la sierra.
Tras un necesitado almuerzo en Pozo Alcón, nos adentrábamos en los bosques del Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas, que es el mayor espacio protegido de España y el segundo de Europa. Además, supone la mayor extensión boscosa continua del país.
Después del día anterior y parte de la mañana circulando por zonas desérticas, llegar a los inmensos bosques de pinos de la sierra y disfrutar de su sombra y sus pistas en perfecto estado supuso un contraste brutal que renovó nuestras ganas de seguir pedaleando y descubriendo nuevos caminos.
Estuvimos disfrutando del bosque durante más de 40 kilómetros por pistas forestales y algunos senderos más técnicos. Avituallarnos no fue un problema, ya que encontramos varios establecimientos de montaña que viven del turismo rural que inunda estas zonas en verano, y que en otoño se reduce considerablemente.
Sin embargo, a medida que aumentaba la altitud, el paisaje a nuestro alrededor volvió a cambiar. Iba disminuyendo la frondosidad del bosque, las montañas eran cada vez menos escarpadas, y hacía ya un tiempo que habíamos pasado el último río. No había duda, habíamos llegado a los páramos de los Campos de Hernán Perea.
Los páramos
Con una altitud media de 1.697 metros y una extensión de casi 10.000 hectáreas, los Campos de Hernán Pelea son la mayor altiplanicie de España. Un páramo rodeado por sierras, ríos y embalses, donde se alcanzan temperaturas de hasta -25ºC en invierno, y en el que la mirada se pierde en el horizonte.
Este paisaje inhóspito es atravesado por numerosas pistas de grava que lo atraviesan, la mayoría en buen estado. Además, se encuentran también varios refugios libres en los que poder pasar la noche, resguardarse de la climatología o, simplemente, para descansar un poco. Uno de estos refugios es el de Campo del Espino, el final de nuestra segunda etapa. Allí paramos para descansar, revisar y preparar nuestras bicis para el día siguiente, y cenar con los víveres que habíamos cargado todo el día desde Pozo Alcón tras prever que no habría muchas más opciones de avituallarse.
Al día siguiente decidimos madrugar y hacer un descenso nocturno hacia Pontones, el pueblo más cercano, para parar allí a desayunar. Fue un descenso muy frío, llegando a los 4 °C, en el que tuvimos que utilizar toda la ropa de abrigo que no habíamos necesitado en los días anteriores. De camino pasamos por el Nacimiento del Río Segura y, cuando llegamos al pueblo, entramos en el único bar que encontramos abierto, donde volvimos a entrar en calor gracias a un buen café.
Al salir de Pontones encontramos un puerto de unos seis kilómetros, esta vez por asfalto. La pendiente nos permitió mantener el calor mientras el sol iba cogiendo fuerza con el amanecer. Tras coronar el puerto, disfrutamos de un descenso suave hasta La Matea, pasando antes por Santiago de la Espada, uno de los principales núcleos del municipio de Santiago-Pontones.
La pequeña aldea de La Matea junto con la de Don Domingo, unos kilómetros más arriba, daban inicio a uno de los tramos con más ascenso de nuestro pequeño viaje: 25 kilómetros con un encadenado de varias subidas. Primero por asfalto y después por pistas y senderos. El trazado fue aumentando en pendiente y tecnicidad hasta que, en los últimos tres kilómetros, nos obligó a bajarnos de la bici para superar a pie varios caminos destrozados por la lluvia y la vegetación. Mientras subíamos exhaustos por el calor, a escasos metros del camino, un grupo de buitres se alimentaba con los restos de un animal, lo que nos indicaba que no era un buen lugar para rendirse en el esfuerzo.
Cuando por fin completamos todas las subidas y pensamos que ya había terminado la parte dura de la etapa, nos vimos sorprendidos por una bajada vertiginosa hacia el Embalse de San Clemente que tampoco nos dejaría descansar. Una primera sección de cemento rallado dio paso a pistas y senderos de piedra suelta en los que tuvimos que mantener la concentración y la tensión para no perder el equilibrio y evitar coger demasiada velocidad en aquellas pendientes. Aun así, encontramos algún tramo de menor pendiente que nos permitía alzar la vista unos segundos hacia la Sierra de la Sagra, que con sus 2.383 metros de altitud es un lugar emblemático para los montañeros de la zona.
Completado el exigente descenso, pasamos por la puerta de un bar en el que no quedó más remedio que parar para recuperar fuerzas y soltar la tensión de todas las vibraciones que, a falta de suspensiones en nuestras bicis de gravel, habían absorbido nuestros brazos.
Para terminar, afrontamos los últimos 16 kilómetros por asfalto de vuelta a Castril que nos permitieron rodar tranquilamente, casi sin tráfico, comentando lo vivido en los últimos tres días y empezando a pensar, claro, en la siguiente aventura.